-Eh, chaval, ¿tienes un pitillo?- Era un hombre de pelo cano y ojos claros. Su cara revelaba unos cuarenta años largos. Pero sus ojos azules, igual que el agua cristalina de las playas, contaban historias que habían envejecido su carácter. Por supuesto, le dejé un cigarrillo y volví a la lectura en la que estaba sumido antes de que me interrumpiera.
-¿Sabes? Cuando yo era joven, también me gustaba leer en los parques. Con la brisa, los árboles, los niños... pero hace mucho que... - Se sentó a mi lado y se encendió el cigarrillo, dio una profunda calada y miró cómo iba lentamente consumiéndose, volviéndose ceniza. No continuó la frase.
Pude ver en sus brazos lo que eran unas cicatrices. Unas líneas que iban por el interior del antebrazo, desde la muñeca hacia el codo. Y lo supe. Sentí el impulso de preguntarle cómo había podido sobrevivir a tal lesión sin desangrarse, pero no me pareció adecuado. Y, de repente, como si me hubiese leído la mente dijo:
- Yo antes no apreciaba lo que era el mundo. Yo lo quería todo y no tenía nada, y no porque no me esforzara, no. Más bien... diremos que no tuve suerte. La vida es como... el póker. El azar reparte las cartas y te toca jugarlas, apostar, arriesgar. Y hay veces que no te toca ni un ápice de luz.
- Quien persevera alcanza - dije mirando al frente. Como si lo supiera todo sobre la vida, con la nariz alta, creyéndome que podía dar lecciones a un señor que me doblaba la edad.
- Sí, claro - dijo muy serio. Entornó los ojos, dio una calada, me miró; miró a sus rodillas y negó suavemente con la cabeza. La volvió a levantar, me miró y volvió la mirada al frente, relajando su cuerpo. - Yo tuve una amiga que aprendió a matarse. - Aquella declaración hizo que le mirara fijamente, abrí mucho los ojos y levanté ambas cejas, - se llamaba Lorena. Se tiró por la ventana un par de veces, pero siempre sobrevivía. Un día de otoño, averiguó cómo hacerlo: tirándose de espaldas. - Se levantó, y se marchó.