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¿Se puede considerar a la filosofía como un arte?



martes, 4 de agosto de 2009

Ella era seda.

Allí arriba no se oía nada, sólo la voz de mi pensamiento. Allí arriba todo era azul, todo era cielo. Sentado en el suelo de la azotea, con la cabeza apoyada al muro, mirando las nubes, como corrian unas detrás de otras. Cerré los ojos.

Estaba en la azotea con ella. Nos mirábamos a los ojos y sabíamos que aquella noche sería la noche en la que no harían falta las sábanas para entrar en calor. Era de noche. La había llevado a la azotea para que pudiese conocerme un poco mejor. Un sitio ideal para mirar las estrellas. Muchas veces me quedé allí durmiendo y muchas veces me llovío encima.

Nos acurrucábamos en una esquina, mirábamos las estrellas. Charlábamos sobre nada y sobre todo, mientras un cigarrillo se cosumía esntre mis dedos. Y entre frase y frase, un par de besos. El deseo nos traspasaba las entrañas. Una par de cervezas más tarde, ya estábamos en mi habitación. Le enseñé un par de libros que me entusiasmaban demasiado y le expliqué un poco de filosofía de los antiguos. No sé si realmente le gustó mi pequeña tesis filosófica antigua o hizo como que si para que me callase y le besase otra vez.

Iba a ser una noche normal, en la que uno duerme con la chica que le gusta en la misma cama, respetándola. Iba a ser una noche normal. Dos besos, tres, cuatro. Asfixiados nos quitamos las camisetas, los pantalones. Río abajo. Destino: su ombligo. Le gustaba que pasease por su barriga, haciéndole cosquillas. Rodeándo el ombligo dos, tres veces. Más abajo, por sus piernas, suaves, seda, me recordaron a la seda. Ella era seda.

Ropa interior negra. Me volví loco. Mis manos recorrieron cada centímetro de piel de su cuerpo, suave. Era una buena chica. Seria, simpática, graciosa. Me gustaba. Acabó durmiéndose enrollada en mis brazos. Podía sentir cómo le latía el corazón. Y su, por fin, apaciguado corazón me recordaba al momento cumbre, al momento en el que toda ella latía a cien por hora, al momento en el que los dedos de sus pies se encogían y su cabeza se echaba hacia atrás, dejando su delicado cuello al descubierto, tentándome una y otra vez.

Me desperté y allí estaba, sentado en la azotea. Con los brazos vacíos y los recuerdos envolviendo mi lengua y devolviéndome el sabor de su piel. Así que encendí un cigarrillo y observé las formas que hacía el humo. Recordándola. Recordando aquél amor de la adolescencia. Aquellos ojos que me miraban inundados en lágrimas. Aquellos labios que su lengua relamía de vez en cuando para mojárselos y que no se secaran, para estar listos para besarme en cualquier momento. Aquellos brazos que me abrazaban por detrás por sorpresa. Qué sentimientos tan inocentes, ¿no crees?.

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