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¿Se puede considerar a la filosofía como un arte?



miércoles, 22 de julio de 2009

Griego clásico II .

Empecemos a hablar de la locura inducida por los dioses:poética, profética y, finalmente, dionísiaca, que es, con mucho, la más misteriosa. Estamos acostumbrados a pensar que los éxtasis religiosos sólo se dan en las sociedades primitivas, pero se producen frecuentemente en los pueblos más cultivados. La verdad es que los griegos no eran muy diferentes de nosotros. Eran un pueblo muy convencional, extraordinariamente civilizado y bastante reprimido. Y, sin embargo, con frecuencia se entregaban en masse al más salvaje de los entusiasmos (danzas, delirios, matanzas, visiones), lo que a nosotros, imagino, nos parecería una locura clínica, irreversible. Pero los griegos (en cualquier caso algunos) podían entrar y salir de ese arrebato cuando querían. No podemos descartar estos relatos como si fueran mitos. Están bastante bien documentados, a pesar de que a los comentaristas antiguos les desconcertaban tanto como a nosotros. Algunos dicen que todo era resultado de la oración y el ayuno; según otros, lo ocasionaba la bebida. Sin duda la naturaleza colectiva de la historia también tiene que ver con ello. Y aún así, es difícil explicar el radicalismo de este fenómeno. Al parecer, los participantes en la fiesta eran arrojados a un estado no racional, preintelectual, en que la racionalidad era reemplazada por algo totalmente diferente, y por diferente entiendo, según todos los indicios, no mortal. Inhumano.

Piensa en Las Bacantes, una obra cuya violencia y salvajismo, a mí personalmente, me hacen sentir incómodo, así como el sadismo de su dios sanguinario. Comparada con otras tragedias dominadas por principios de justicia reconocibles, por muy crueles que fueran, ésta representaba el triunfo de la barbarie -oscura, caótica e inexplicable- sobre la razón.

No nos gusta admitirlo, pero la idea de perder el control es la que más fascina a la gente controlada, como nosotros. Todos los pueblos verdaderamente civilizados (los antiguos menos que nosotros) se han civilizado a sí mismos mediante la voluntaria represión de su antiguo yo, su yo animal. ¿Somos realmente muy distintos de los griegos o de los romanos, obsesionados por el deber, la piedad, la lealtad, el sacrificio? ¿Todas esas cosas que para el gusto moderno son tan frías? Y es una tentación para cualquier persona inteligente, especialmente para perfeccionistas como los antiguos o como yo -risa-, intentar matar nuestro yo primitivo, emotivo, apetitivo. Pero es un error. ¿Por qué? Porque es peligroso ignorar la existencia de lo irracional. Cuanto más cultivada es una persona, cuanto más inteligente y más reprimida, más necesita algún medio de canalizar los impulsos primitivos que tanto se ha esforzado en suprimir. De otro modo, estas poderosas y antiguas fuerzas se concentrarán y fortalecerán hasta que sean lo bastante violentas para estallar, con más violencia a causa de la demora, a menudo lo suficientemente fuertes para destruir por completo la voluntad. Como advertencia de lo que sucede sin esta válvula de escape tenemos el ejemplo de lo romanos. Los emperadores. Por ejemplo, piensa en Tiberio, el feo hijastro que intentaba vivir con arreglo a la autoridad de su tío Augusto. Piensa en la tremenda, imposible tensión que tuvo que soportar, obligado a seguir los pasos de un salvador, de un dios. El pueblo lo odiaba. Por mucho que lo intentara, nunca fue lo bastante bueno, nunca pudo librarse de su odioso yo, y al final las compuertas se rompieron. Se entregó a sus perversiones y murió, viejo y loco, perdido en los deliciosos jardines de Capri. Ni siquiera fue feliz allí, como se podía haber esperado, sino desdichado. Antes de morir, escribió una carta al Senado: "Ojalá todos los dioses y diosas me visitaran trayendo una destrucción más completa que la que sufro cada día." Piensa en los que le sucedieron. Calígula, Nerón.

El genio romano, y tal vez su defecto, era la obsesión por el orden. Se ve en su arquitectura, en su literatura, en sus leyes. Esa feroz negación de la oscuridad, la sinrazón, el caos. -Risa-. Es fácil comprender por qué los romanos, por lo general tan tolerantes con la religiones extranjeras, persiguieron sin piedad a los cristianos: qué absurdo pensar que un delincuente común había resucitado de entre los muertos, qué detestable que sus seguidores lo celebraran bebiendo su sangre. Lo ilógico de esta religión los aterrorizaba, e hicieron todo lo posible para aplastarla. De hecho, creo que si adoptaron medidas tan drásticas fue no sólo porque los aterrorizaba, sino porque los atraía terriblemente. Los pragmáticos son a menudo extrañamente supersticiosos. A pesar de toda su lógica, ¿quién vivía en un terror más abyecto de los sobrenatural que los romanos?

Los griegos eran diferentes. Sentían pasión por el orden y la simetría, como los romanos, pero sabían cuán insensato era negar el mundo oculto, los viejos dioses. Emoción, oscuridad, barbarie. ¿Recuerdas lo que dije antes, que las cosas sangrientas y terribles son a veces las más bellas? Es una idea muy griega y muy profunda. La belleza es terror. Temblamos ante todo lo que llamaos bello. Y ¿hay algo más terrorífico y bello, para almas como las griegas o la mía -risa-, que perder por completo el control? ¿Librarnos de las cadenas del ser por un instante, suprimir el accidente de nuestro yo mortal? Eurípides habla de las Ménades: la cabeza echada hacia atrás, la garganta hacia las estrellas, "más parecían ciervos que seres humanos". ¡Ser absolutamente libre! Desde luego, es imposible rechazar estas pasiones destructivas con medios más vulgares y menos eficaces. Pero ¡qué glorioso liberarlas en un único estallido! Cantar, gritar, danzar descalzo por los bosques en plena noche, con tan poca conciencia de la mortalidad como un animal. Son misterios poderosos. El bramido de los toros. Manantiales de miel brotando de la tierra. Si tenemos un alma lo bastante fuerte, podemos arrancarnos el velo y contemplar cara a cara la desnuda y terrible belleza; dejar que el dios nos consuma, nos devore, nos quiebre los huesos. Y luego nos escupa renacidos.

Y en esto, para mí, radica la terrible seducción del ritual dionisíaco. es difícil de imaginar para nosotros, ese fuego de puro ser.

La belleza es terror. Temblamos ante todo los que llamamos bello.

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